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Palestina, defiende su derecho de país libre e independiente a integrar la ONU como miembro pleno. Mahmoud Abbas dijo en la Asamblea General de las Naciones Unidas que es hora para su pueblo tener la independencia y acabe la ocupación de Israel. Para conocer más sobre la heroicidad de este pueblo comparto un testimonio escrito por Regla Fernández titulado Testimonio de una cubana en Palestina y que fuera publicado en el sitio de La Jiribilla.
Lourdes fue pionera en llegar al territorio ocupado en 1992. Era una doctora que se había enamorado de un compañero de estudios, un becado palestino perteneciente a una organización de la resistencia. Ambos, politizados y compenetrados, se casaron y tuvieron dos hijos varones, mas una vez concluidas sus carreras con las respectivas especialidades, no hubo otra alternativa que el regreso. Como cuadro del Departamento de Relaciones Internacionales de la UJC, conocí al doctor durante sus años de estudiante pues era miembro de una de las organizaciones de la izquierda palestina, muy activo en todos los actos y eventos que se realizaban.
Él, consciente de que debía volver no solo por su familia, sino por sentirse comprometido con la lucha y resistencia que se desarrollaba allí donde el enemigo se ensañaba, se había preparado para servir al pueblo y ahora, convertido en un ortopédico, podía hacer mucho por sus compatriotas, sin embargo, no pensaba sacrificar a su esposa e hijos. Le pidió a ella que lo acompañara hasta Jordania por donde sus padres pasarían para conocerlos y después podrían regresar nuevamente a Cuba hasta que existieran las condiciones para venir por ellos. Hay que considerar que él llevaba diez años fuera y esta circunstancia provocaba que no conociera en detalle las condiciones de los territorios ocupados; por entonces, solo a los que habían salido de Cisjordania y Gaza les era permitido el regreso y precisamente su esposo era de Nablus, territorio cisjordano.
El intento de que los padres del doctor pudieran viajar a Jordania para verlos se vio frustrado por arbitrarios impedimentos que pusieron los ocupantes israelíes, por lo que el suegro, ansioso de conocer a su nuera y nietos, sacó un permiso especial para que ellos entraran a Cisjordania por tres meses lo que costó no pocas gestiones y dinero para que caminaran las cosas.
La doctora y sus hijitos de cinco y un años llevaban pasaportes cubanos, y las autoridades israelíes solo dejaban pasar en el control fronterizo a los portadores de documentos jordanos, por lo que los detuvieron indagando a qué venían y por qué querían entrar. Cuando ella respondió que su propósito era visitar a la familia del esposo les retuvieron los pasaportes, aunque le permitieron la entrada sin documentos luego de someterla a interrogatorio.
Junto con el suegro y su esposo caminaron un largo tramo hasta llegar al segundo control, donde las mujeres y sus hijos debían ir por un lugar y los hombres por otro bien distante.
Fue un momento de gran incertidumbre, había un tumulto de mujeres y pequeños que caminaban desorganizadamente, lo único que ella podía hacer era seguir a la mayoría. Llegaron a un lugar donde los soldados israelíes les quitaron los zapatos y los tiraron a un carretón que se los llevó. Tuvo que caminar por un camino de tierra y piedras con el niño más pequeño cargado, con los pies desnudos por tramos de cemento helado y a baja temperatura. El hijo mayor le decía: “Mami el piso está muy frío y sucio”, el infeliz casi saltaba.
Sin embargo, la odisea apenas comenzaba. Luego, los sometieron a un registro sin contemplación y a pesar de los ocho grados que había, los desnudaron y se llevaron las ropas. Pensó que sus criaturas cogerían pulmonía; le decomisaron todo lo que quisieron: prendas, bolígrafos, cosméticos, medicinas y relojes, nada fue devuelto; le quitaron hasta la libreta de teléfonos y direcciones de Cuba, también las fotos. Después le devolvieron exclusivamente algunas ropas hechas un rollo. ¡Cuan humillada se sintió aquel día! Incluso, la despojaron del esfingomanómetro y el estetoscopio. Al ver tamaña injusticia comenzó a protestar, pero uno de los soldados la entendió y le respondió en español que no se quejara, a fin de cuentas había sido la vida que había escogido al casarse con un palestino. Con desdén y arrogancia el esbirro le gritaba que no fuera a pensar que era mejor por ser extranjera y que todavía le faltaba otro interrogatorio; ella lo miró con desprecio y continuó su camino.
Al final, después de caminar varias cuadras y tras cuatro horas de espera, llegaron al carretón de los zapatos, donde solo encontró uno que pertenecía al menor de los niños; Tawfiq el mayor y ella, siguieron descalzos hasta el ómnibus que suponía los llevaría a encontrarse con el esposo y el suegro.
La doctora se sentía tan mal que no podía esconder la indignación que la invadía, estaban desvalijados y descalzos y habían sido maltratados; pero su cólera fue mayor cuando vio que su suegro estaba solo y llorando porque habían dejado detenido al hijo. El esposo estuvo diez días detenido por las autoridades israelíes hasta que, alegando razones de seguridad, lo devolvieron para Jordania.
Así es que sin esposo, con el suegro que acababa de conocer y los niños, fue a averiguar el porqué de la detención. Los guardias israelíes, como si fueran sordos, no los miraban y, ante su insistencia, los fascistas los sacaron a punta de fusil del lugar. Con rabia infinita se dio el gusto de decirles todo lo que le vino a la boca, tal vez alguno la entendería. La desesperación que en aquel momento sintió la ha acompañado en muchas ocasiones, siempre que ha tenido que enfrentar la prepotencia de los soldados que ocupan el territorio palestino.
No menos indignación sintió a la salida de aquel infierno cuando comprobó que había varios kioscos de vendedores judíos, surtidos de todos los objetos que les quitaban en la frontera, además de chancletas plásticas y productos de higiene.
Continuaron viaje hacia Nablus en chancletas, llegando hasta donde la esperaba la familia del cónyuge hecha un desastre. Llevaban los pies sucios que, por demás, estaban como trozos de hielo. La suegra, sollozando por el hijo que no alcanzó a ver y por la presencia de aquellos nietos que tanta ternura le causaban, les pasaba la mano por la cabeza diciendo maachalá (Dios los bendiga) y de inmediato les preparó una palangana con agua tibia, lavó los pies de los niños y después los de la nuera y los envolvió en toallas para que se calentaran.
Los meses que siguieron fueron especialmente duros. Vivían en la casa del esposo en el campo, sin electricidad ni agua corriente y dormían en colchonetas en el piso lo cual para una cubana capitalina era algo difícil, sobre todo por los pequeños. Pero aquel par de criaturas le daban el coraje que necesitaba para seguir hacia adelante.
Atravesaba este vía crucis sin conocer el idioma, aunque recuerda que el primogénito de cinco añitos aprendió el árabe rapidísimo con los primos y a los dos meses, ya le servía de traductor de todo lo que la familia hablaba.
Sin dinero y sin ropa, aceptó la que le compraron según criterio de las mujeres de la familia, raras para su gusto. Nada de pantalones porque en la casa había tres cuñados solteros y esta prenda se considera provocativa; salvo el pañuelo en la cabeza, vistió como las mujeres del lugar. Agradeció a la familia del marido el cariño que les prodigaban, la paciencia que tuvieron para irle enseñando cada costumbre, cada palabra o cada forma de hacer.
Vivían en un pueblito nombrado Beit-Fourik, a cinco kilómetros de la ciudad de Nablus, si se pudiera ir directamente, pero esa distancia se triplicaba por las cercas y puestos militares, que obligaban a ir dando vueltas y sorteando los puntos de control de los ocupantes.
Por suerte, los padres y hermanos del esposo eran personas de buenos sentimientos como él, patriotas que admiraban a Cuba y la veían a ella como una representante de aquel país que ha enfrentado a Ameriquia (EE.UU.). La joven con el corazón estrujado, cerró los ojos y aplicó el refrán “Al lugar que fueres, haz lo que vieres”. Hasta que pudiera volver a Jordania o el marido lograra entrar a su patria, viviría como le indicaran, comería lo que hubiera de la forma que fuera y trabajaría en lo que se presentara.
A través de una abogada israelita, muy conocida por su labor en defensa de los derechos de las familias palestinas en pos de la reunificación y pagando mucho dinero —ese es el verdadero Dios de los ocupantes— con el argumento y las pruebas de que el hijo estuvo fuera por estudios y no por asuntos políticos, el padre logró que transcurridos unos meses, permitieran la entrada del doctor, tiempo que a esta mujer de corazón en medio del pecho, le pareció siglos.
Ella no se había cruzado de brazos. Aprendió todo cuanto pudo sobre los hábitos, las formas de burlar la vigilancia del ocupante para entrar o salir, y cómo moverse en aquella tierra ocupada militarmente.
Durante la ausencia del esposo estuvo activa pues, al ver las necesidades del pueblo urgido de atención médica y siguiendo los conceptos de la medicina cubana de salvar vidas a toda costa y evitar el fallecimiento de un niño por enfermedades curables, se brindó para trabajar en la salud.
Como no poseía los documentos y era relativamente nueva se brindó de forma voluntaria realizando labores de auxiliar; después se desempeñaría como ginecóloga, curando heridas de guerra, quemados y, en la medida en que observaban su destreza, se percataban que sabía de todo un poco y le iban dando más y más casos. Hacía cuanto fuera necesario en el campo de la salud, sintiendo un placer inmenso cada vez que le arrancaba a la muerte una vida y al cabo de un tiempo comenzó a percibir un modesto salario.
Durante aquel tiempo en que vivió en la crítica situación reinante, sin medicamentos ni condiciones, no dudó transmitir sus conocimientos al personal paramédico; el cómo actuar con pocos medios para evitar infecciones aplicando lo que ellos dicen que proclamó el Profeta, “Lo primero que Alá creó fue la inteligencia”. No abundaba el personal de salud, durante muchos años hubo personas trabajando sin graduarse en Medicina y haciendo de todo; algunos eran ortopédicos o dentistas y hacían hasta operaciones, cualquiera que tuviera alguna noción laboraba, pues la necesidad obligaba.
Como Israel era quien controlaba los territorios y no considera personas a los palestinos, no le importaba sus condiciones de salud ni lo que sucedía con esa población. Sin embargo, esto es un gran error, porque estando tan cerca, de expandirse alguna enfermedad ambos pueblos la podrían sufrir.
Cuando se lograron algunos acuerdos entre la OLP y el gobierno israelita, surgió la Autoridad Nacional y se creó el Ministerio de Salud Pública, así como el Sindicato Médico; fue entonces que ella empezó a exigir todos los documentos en regla, aunque los profesionales de la salud de Gaza no podían ejercer en Cisjordania y viceversa. Durante más de 15 años de formada la Autoridad Palestina no se habían podido unificar los servicios médicos, pues Israel impone muchos obstáculos; los médicos de Gaza son reconocidos por las autoridades egipcias y los de Cisjordania por las de Jordania. Ante tales circunstancias, ella se preguntaba: ¿Entonces de qué Estado Palestino se habla?
La Escuela de Medicina en los años 90 era incipiente, en 2003 abrieron la primera Facultad en Nablus, con muy pocos estudiantes y menos recursos, en ella los discípulos solo adquirían la teoría, con profesores que tenían disposición pero no preparación para la docencia, sin ver una autopsia porque estas son prohibidas por la religión musulmana.
Las autoridades palestinas han reconocido el trabajo de esta doctora cubana y por sus méritos curando heridos y actuando en medio de los combates, le han otorgado grados militares, incluso ha estado durante largos períodos de tiempo impedida de salir de los territorios por compromisos profesionales. En medio de los bombardeos, ha prestado servicios a los heridos y enfermos, tratando de multiplicarse a cada minuto.
En la primera parte de la década del 90, Nablus estaba completamente ocupada por los soldados y la policía de Israel, la ciudad estaba muerta, los pocos edificios altos que tenía fueron tomados y usados como cuarteles, había un permanente “toque de queda” y para transitar se debía poseer un Permiso Especial. Ella lo consiguió para llevar a los niños a la escuela, pues como no eran palestinos y les faltaba el carné de identidad no podían asistir a las instituciones educacionales del estado. Se vieron obligados a ponerlos en una escuelita privada cristiana en la que no pedían documentos si mantenías el pago al día. Como se formaban revueltas constantes, tenía que salir corriendo a recoger a sus hijos, a veces uno de los cuñados iba a buscarlos para que ella no tuviera que correr los peligros que conllevaba, pues tenían un cuartel al lado y solo por que les tiraran una piedra o les gritaran se formaba el tiroteo.
En una de aquellas situaciones de violencia, la joven salió corriendo en busca de los muchachos, cuando llegó frente al colegio vio que había gomas de carros incendiadas, los gritos de los niños se oían desde afuera… desesperada, se dispuso a pasar a toda costa, pero los guardias israelíes no se lo permitían, de pronto uno de ellos la haló por el brazo, para obligarla a que apagara las gomas con las manos si quería entrar a la escuela.
Un grupo de madres que llegaron con el mismo objetivo, estaban como enloquecidas, pero como fue la cubana —que no les tenía miedo— la que discutía e insultaba gritándoles algo en árabe o hebreo mezclado con inglés, la tomaron contra ella. Para suerte de Lourdes llegó su cuñado, a quien obligaron a apagar las gomas solo con las manos envueltas en la camisa y un pañuelo que ella llevaba por el cuello. Naturalmente, aquello no era suficiente y se quemó los brazos, por lo que ella más enfurecida entonces gritó y escupió a aquellos salvajes y fue tanto el desprecio que mostró a los sionistas que la empujaron y tiraron al piso, apuntándole con los fusiles, sin poder doblegarla o hacerla llorar, algo que los enfurecía más.
De allí salieron directo para un hospital casi vacío, ella misma curó las manos del cuñado y sin pedir autorización tomó lo necesario para continuar las curas en la casa, ya que en el pueblo no había farmacias y toda la ciudad de Nablus estaba cerrada.
Se preguntaba constantemente: ¿Cómo es posible que el pueblo judío al que los nazis le hicieron vivir el holocausto y donde aún viven personas que lo sufrieron sean tan insensibles? Es como si quisieran desquitarse con los palestinos de todos los horrores que les causaron los fascistas, algunos incluso superan en crueldad a los hitlerianos. Se les ve en la mirada el odio, en vez de hablar te gritan, si te piden un documento te lo arrebatan y después lo tiran. Si estás obligada a pasar un punto de inspección con un enfermo hacia un hospital, te mandan al final de la cola para que desesperes. Ella como médico lo había sufrido cientos de ocasiones y rebelde siempre, acostumbrada a la justicia de la Revolución Cubana, se había tenido que imponer para pasar al paciente de cualquier forma.
Ha comprobado apenada el esfuerzo de los pacifistas israelíes, que realizan campañas para que se resuelva el problema palestino, y se restituyan los derechos conculcados a esta nación, sin que sus manifestaciones y declaraciones hayan pasado de notas en la prensa, aunque a veces ni eso consiguen. Poniendo en peligro sus propias vidas, en denuncia de los que son verdaderamente “fundamentalistas religiosos” y terroristas, aunque no se les llame así por la prensa internacional, los que quieren obtener todo por la fuerza, que no aceptan las negociaciones, que usan aviones y tanques, los que pretenden eliminar a la población autóctona de estas tierras, la que siempre estuvo allí no la que vino de Gran Bretaña, EE.UU., Rusia o Argentina algunas naciones de donde proceden la mayoría de los judíos israelíes.
En el año 1994, por un fallo de su anticonceptivo quedó embarazada. Al final de la Primera Intifada, las tropas israelíes habían sido obligadas a abandonar la ciudad, pero se quedaron en los puntos de control e inspección. Trabajaba en esos momentos, voluntariamente, en un consultorio que estaba bastante lejos de la casa, le empezó a subir la presión y no había forma de controlarla. Cuando tenía siete meses y medio de embarazo le ocurrió algo lamentable, inició una pérdida de visión, pues tenía una preeclampsia. Se trataba de una toxemia del embarazo que causa hipertensión y edemas que se resuelve generalmente con la interrupción de este.
Lo más conmovedor que nos contó lo narraremos con sus propias palabras:
“En la ciudad donde vivía no existían condiciones para recibir a un prematuro. Cuando llegó el momento en que estaba verdaderamente delicada, se pidió autorización militar como urgencia médica para que no me detuvieran en los puntos de inspección. Me hicieron un ultrasonido antes de salir y la niña estaba bien aunque algo débil, solo era cosa de llegar para que me hicieran la cesárea, parecería que todo se iba a solucionar y así hubiera sido, de no haber existido el puesto militar y los soldados israelíes en Palestina.
“A pesar de todo lo previsto, pararon la ambulancia en el punto de inspección, conociendo que viajaba allí una mujer embarazada en condiciones precarias con 220/115 de tensión arterial, casi ciega; sin la más mínima compasión me bajaron de la ambulancia y sentaron en el suelo.
“Comenzó a llover en ese momento, yo no veía nada pero sentía la lluvia y percibí el mismo olor a tierra mojada de mi patria, pensé en Cuba y lo que estaba pasando lejos de ella, y me di cuenta de que en todas partes se siente el mismo olor a humedad que sale de la tierra. Cuando uno no ve, se agudizan los otros sentidos que parecían casi apagados.
“Permanecimos debajo del agua durante cinco horas, no valieron las explicaciones de los compañeros de la ambulancia y del médico que me acompañaba, al parecer querían hacerme sufrir y perder la criatura, como ha pasado en otros muchos casos similares, de lo cual me daba cuenta en ese momento. Se ha tratado de una política cruel, diríamos que de castigo, para evitar que sigan naciendo niños palestinos. Al anochecer nos dejaron pasar pero ya era muy tarde, tenía convulsiones, permanecí varios días en cuidados intensivos y ciega.
“No fui la única en sufrir esta gran pérdida por las mismas razones. En la segunda Intifada más de 23 niños palestinos en esta ciudad nacieron o fueron abortados en estos puntos de control e inspección. La mía era una niña y me hacía mucha ilusión, pues solo tenía dos hijos varones.
“Diez días después regresé a la casa con mi hija muerta en brazos, la toqué, olí y besé por última vez; no podía verla pues continuaba ciega, la llevaron a enterrar según las normas islámicas, sin ataúd, directamente en la tierra envuelta en un pañal.
“Seguí luchando por mis niños y por los pacientes palestinos a los que he podido ayudar y salvar. Por amor traje a mis criaturas a vivir esta vida terrible, prácticamente sin infancia y me he consolado pensando que cuando sean mayores, escogerán lo que quieran hacer, como lo hice yo y como su padre que es un patriota hasta la médula, pues no hay mayor orgullo para él que poder estar en su tierra, vivir el día a día, cada combate, cada éxito y cada derrota, sin ser un refugiado en otro país.
“Puedo decir sin temor a equivocarme que él vive con la ilusión de poder contribuir a formar la nueva sociedad palestina, realizar el trabajo que sea necesario, enderezar huesos y recuperar a sus compatriotas traumatizados, así es que seguiré a su lado en esta misión, porque comprendo que nos necesitan.”
Finalizaba diciéndome: “Aunque quizá usted no lo recuerde, en aquellos tristes momentos, recibí una linda carta suya que entregó a un amigo nuestro que visitó el Consulado en Damasco, desde donde usted atendía a las cubanas. Él había viajado un mes antes y llevaba unas letras mías explicándole que no tenía documentos. Sin saber por lo que yo estaba pasando en esos precisos instantes, me daba mucho ánimo por estar en medio de la guerra e incomunicada del mundo. Como estaba ciega, Suleiman me la leyó y me dio mucha fuerza. Pasados cuatro meses comencé a recuperar la vista y yo misma pude leerla; siempre agradeceré un gesto tan humano común a nuestro pueblo, a la solidaridad que nos ha enseñado la Revolución, viendo a nuestros compatriotas como a hermanos, a los que tendemos la mano en cualquier circunstancia, pero aun más en los momentos difíciles”.
En los 17 años que lleva viviendo en Palestina ha cambiado mucho. Esa alegría de los cubanos que hace que los médicos hagan sonreír a los pacientes enfermos con una jarana, con una palabra de aliento para que vean las cosas de forma optimista, no se ve de la misma manera por esta parte del mundo.
Ha continuado con las enseñanzas recibidas de atender al enfermo como si fuera un familiar, aliviarle el dolor e inculcarle valor, pero la tristeza y tensiones que rodean el ambiente van permeando a todos y cerrando los labios risueños hasta de los niños. Trabajando en Oncología tiene que ver mucho dolor, sobre todo cuando se trata de infantes.
Vive en un país que no se parece al suyo, salvo en su arraigo a la patria, que como dijo Martí “No es el amor ridículo a la tierra, / Ni a la hierba que pisan nuestras plantas; / Es el odio invencible a quien la oprime, / Es el rencor eterno a quien la ataca”1. Un país bajo una ocupación militar y en guerra permanente, que para algunos en el mundo es invisible, y para otros que dan cara a esa realidad por las noticias reflejadas en la prensa y las televisoras internacionales, parece algo muy lejano.
Cuando estuvimos conversando en La Habana en 2004 ya tenía otro hijo, el tercer varón, alegre y sano. Entonces me decía: “Muchas veces he pensado escribir, pero no he encontrado el tiempo. Gracias a su receptividad he podido desahogarme y si de paso sirve para algo, para informar de la crueldad del enemigo y de la decisión de este pueblo de recuperar sus derechos, pues bienvenido sea”.
Los dos hijos mayores de Lourdes y Suleimán fueron becados en Cuba. El mayor, acaba de graduarse con diploma de oro en Medicina.
“¡Silencio!... quiero oír… ¡Oh! me parece
Que la enemiga hueste derrotada
Huye por la llanura... ¡oíd!... ¡Silencio!
Ya los miro correr… a los cobardes
Los valientes guerreros se abalanzan…
¡Nubia venció! Muero feliz: la muerte
Poco me importa, pues logré salvarla…
¡Oh! ¡qué dulce es morir, cuando se muere
Luchando audaz por defender la patria”
(Abdala cae en brazos de los guerreros)
Este texto forma parte del libro en preparación "Cruzada de amor", que recoge experiencias de mujeres cubanas casadas con jóvenes árabes que estudiaron en Cuba y fueron a vivir con ellos a sus países.
Notas:
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