Hay fantasmas que perduran.
Unos por la huella a su paso por nuestras vidas, otros por momentos vividos difícil
de olvidar a pesar del tiempo. Mi padre contaba que cuando el paso del ciclón
de 1926 por La Habana ya había nacido y recordaba todo lo que en su momento le
narraba mi abuela María de aquellos inolvidables instantes vividos con penurias.
Por suerte en la actualidad,
desde muy temprano, se comienza a informar a la población del peligro que nos avizora.
Las medidas se extreman y lo más importante para todos es conservar la vida.
Matthew nos golpeó fuerte
por el oriente, principalmente por Baracoa y Maisi, en poco tiempo familias
perdieron lo que habían cosechado por años tanto en el ámbito familiar como su
entorno. Muy similar a terrenos bombardeados. Casas sin techos, pertenencias
rescatadas muy distantes de los lugares de orígenes, los árboles arrancados de raíz,
palmares en montañas que parecen alfileres prendidos.
Aunque el factor psicológico
afecta a todos, los más pequeños son los que cargaran por años con ellos y
quienes contarán a las nuevas generaciones lo que le hizo este huracán a su
casa, a la escuela donde estudiaba, al poblado donde vivía.
En el reparto Turey, en
Baracoa, Diolvis Antonio Pérez Borges y su amiguito Dayron Alejandro Cueto
Cobas de 11 y 9 años respectivamente, recolectaron unos pedazos de poli espuma
del falso techo de un punto de venta cercano a sus casas, el cual fue devastado
por Matthew y lo primero que se les ocurrió fue construir con ellos unos
pequeños barquitos que, en el estanque, para ellos eran grandes buques. Así
pasaban el tiempo mientras a su alrededor caravanas de linieros y combatientes
de las FAR, con moto sierras en mano, se encargaban de las labores de la
recuperación.
José Vega, a pesar de sus años,
en La Asunción, por la carretera de Masi, después de recolectar algunas tablas
tras el paso del fenómeno climático, de inmediato se dispuso a levantar un
ranchito.
José Ramón Massanet Pons y
Sora Fernández Matos cuando los conocí, ambos estaban en su cuarto, tratando de
acotejar algunas de sus propiedades. El techo, no se sabe a dónde fue a parar.
En la pared un cuadro de Jesús y un crucifijo metálico. En los cincuenta años
que llevan viviendo en el caserío de Veril, en Maisí, nunca habían visto nada
igual.
A Bella Lidia Cuadro Matos
los fuertes vientos la sorprendieron junto a su hermana enferma en Baracoa. Allí
sintió y vio las primeras secuelas del paso del huracán. Pasaron varios días
para poder retornar a su casa en el caserío de Veril. No había forma de retornar,
la carretera estaba obstruida.
A ella la encontramos en
plena carretera tratando de llegar “como pueda” a su casa. Los hijos se habían
quedado a cargo de su custodia. Una conocida que se cruzó en el camino le dijo
que su casa estaba toda en el suelo.
El corazón latía más rápido
que de costumbre a medida que disminuía la distancia. Una pertinaz lluvia
volvió a humedecer la tierra roja. “Esa que estaba allí era mi casa” nos dijo
señalando con el índice en dirección a lo que quedaba de su hogar de madera.
Su hijo la abrazó fuerte,
muy fuerte y dijo en su oído “esto fue lo que quedó de la casa” y ella preguntó
por la máquina de coser y “la desbarató” fue la respuesta. Solo quedó intacto su
diploma como delegada a dos congresos de los CDR, una foto del general
presidente y un mono de peluche.
Los pies de Bella
recorrieron cada pedacito de lo que fue su casa. Sus ojos brillaban a punto de
dejar partir una lágrima. Su mirada pasó en un rápido paneo por algunos
calderos y jarros apilados, lo que fue un sofá y una de las camas del primer
cuarto que como “sobre cama” tenía una teja de fibrocemento. “Estamos vivos,
nos levantaremos” apenas susurró.