Verónica se levantó temprano como de costumbre. Hoy no pudo asistir al círculo infantil por la lluvia que cubre toda la ciudad desde horas de la madrugada. El locutor de Radio Reloj hace referencia al Día Internacional de la Infancia y vuelvo a mirar a la pequeña niña de cuatro años que tengo al pie de mi cama, tratando de que me levante para conversar conmigo. Desde que ocupaba el vientre de su madre recibió los cuidados y atenciones médicas requeridas. Vino al mundo en el mismo hospital de maternidad donde nací hace más de 50 años. Parto seguro, inmunidad al recibir 13 vacunas. Ya guarda con recelo el uniforme, el pomo de agua, la mochila y otros utensilios necesarios para cuando se incorpore a la escuela primaria. Por mi memoria corre la imagen de los hijos de Encarnación y Concha, la familia más humilde de la cuadra donde crecí. Vivían en una cuartería de piso de tierra. Los varones siempre andaban sin zapatos. Los padres eran semianalfabetos. Pasado los primeros años de la Revolución, fueron beneficiados con una casa de mampostería en un reparto construido por combatientes del Ejército Rebelde y que llevó por nombre Viviendas Campesinas. Raquel, la hija mayor es una destacada costurera y madre de familia que desde muy temprano tuvo que sustituir a su mamá. Lázaro recorrió el mundo con la flota mercante cubana y Bárbaro siguió al padre que se destacaba en las labores manuales y domina con ligereza el oficio de carpintero. A mediados de los 80 conocí a un niño angoleño de nueve años, conocido popularmente por “El Ruso”, que noche tras noche ponía en juego su vida al violentar el perímetro de seguridad de un campamento militar en Huambo por llegar hasta los latones de la basura, donde se depositaban diariamente los residuos de comida. En el mundo mueren anualmente por hambre cerca de cinco millones de niños. Hay 2,2 millones de menores viven por debajo del umbral de la pobreza. Según un informe de la UNICEF difundido en Paris, cerca de 13 millones de niños padecen pobreza relativa o privaciones en los países de Europa. A finales de octubre de 2005 en Pakistán, una joven doctora cubana, recién llegada para brindar ayuda solidaria a las víctimas del devastador terremoto, fue convidada por una niña para que la acompañara hasta detrás de una pared destruida. Primero la duda y después la decisión de saber que le quería mostrar con tanto interés la pequeña. Cual no fue su asombro cuando descubrió a un pequeño cobijado cerca de un madero con la pierna derecha deshecha de la pantorrilla hacia abajo. Primeros auxilios, evacuación hacia el hospital de campaña más cercano. Salón de operaciones, amputación. Meses más tarde, el propio niño regresaba al aeropuerto de Islamabad caminando con soltura con ayuda de las muletas y estrenando sus pasos con el dominio de una prótesis implantada en Cuba. En Sri Lanka tras el paso del Tsunami de diciembre del 2004, muy cerca del “Tren de la Muerte” donde murieron miles de sirilankeses, un oso de peluche, que perteneció a un niño, soportaba el peso de un gran árbol doblegado por la naturaleza. En Puerto Príncipe, Haití, muchos fueron las familias que perdieron a sus hijos y muchos hijos quedaron huérfanos. En sus caritas se puede ver la huella de lo vivido. Cuando hemos sido testigo de estas realidades apreciamos con mucha más entereza la obra de la Revolución con sus defectos y virtudes. Y me enorgullesco de las declaraciones dadas por José Juan Ortiz a nuestra colega Margarita Barrios de Juventud Rebelde cuando dijo que “Cuba es el único país en desarrollo que puede celebrar el Día Mundial de la Infancia con una fiesta, porque no hay ningún niño excluido (…) Los cubanos se pueden sentir orgullosos de lo que tienen. Y dirigiéndose a las niñas y niños cubanos expresó: “Que sepan el tesoro que tienen, porque muchas veces no lo valoran en toda su dimensión. A veces, cuando tienes algo, no le das el valor que merece. La protección de la infancia se vive en Cuba, no me lo tiene que contar nadie, la he vivido y me siento orgullosísimo de haber participado en el desarrollo de este proyecto social.”
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