En nombre del Padre, del hijo, y del ojo que mira
“El ojo que ves, no es ojo porque lo ves,
es ojo porque te mira”
Antonio Machado
Y el ojo que mira se parapeta tras el brevísimo cristal husmeando el mundo, seleccionando, con la misma precisión con que el sultán escogió a la nueva concubina, con la misma soberbia de quien sigue, tras la mirilla, el andar silencioso del tigre.
Elige –con precisión, soberbia o ambas--, redistribuye distancias, sombras, intensiones, y, con un único y definitivo movimiento se burla para siempre de las dos únicas coordenadas que intentan poner orden en este mundo: el tiempo y el espacio.
Al minuto siguiente, ese anciano con cara de niño apresado, en la emulsión de plata, ya no estará alegre, no estará donde estuvo. Pero en el oscuro vientre de la Nikon, eternamente será un anciano que sonríe con cara de niño.
Olvidará el mapa que le condujo a aquella sonrisa, dejará de existir; mas eso qué importa. El encantamiento quedó hecho y en el rectángulo de papel la imagen seguirá viviendo, conociendo olores, manos y rostros que sobrevivieron al original.
Ese anciano con cara de niño se creía enviado de Dios. Pero solo el accionar del obturador pudo hacer el verdadero milagro: inmortalizarlo – y sin cruces ni corona de espinas--.
Tan potente es el sortilegio desatado por el hombre que mira, que también un día la imagen le sobrevivirá a él.
Solo un detalle, un pequeño detalle, se escapa a este destino irreversible. Sí, esta imagen del anciano perdurará por los siglos de los siglos, pero los hombres aún por nacer le conocerán sonriendo, únicamente porque el fotógrafo así lo quiso. Amén.
Esta joya sencilla, pero valiosa para mi, fue un regalo de una amiga en los tiempos de la fotografía analógica y por azar del destino volvió a mis ojos y quise compartirla con una foto recién sacada del vientre de la Nikon, solo que esta es digital.
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