Simón – mi abuelo paterno-- fue obrero agrícola en la finca de Justo Ruiz. Siempre con su sombrero, cuchillo enfundado a la cintura, lo mismo sembrando maíz, labrando la tierra que ordeñando las vacas. En las tardes, después de desensillar el caballo, bañarlo y cepillarlo antes de soltarlo a pastar, sentado en el portal de la vieja casa de madera, gustaba de conversar mucho con sus nietos, haciéndoles cuentos y aconsejándolos con la sabia de la vida. Era yucateco, se deleitaba con la comida cargada de picante y hablaba maya cada vez que se sentaba en el taburete junto a Che Cuzán, otro descendiente de la tierra de Chilán Balám, quien era experto en la cacería de jutías y en las labores manuales, tejiendo el bejuco a su antojo.
Otro Simón – interpretado estelarmente por Raúl Pomares--, personaje de la novela cubana en turno, Bajo el mismo Sol en su segunda temporada, rodeado de soledad en una casa avejentada por los años, con su permanente rostro sin rasurar por días, cobijado en un no menos viejo sombrero oscuro y unos espejuelos calobares de armaduras de pasta de las que hicieron furor en la década del 50 del pasado siglo y siempre acompañado de su fiel amigo, un perro pastor; en la trama donde se aborda descarnadamente nuestra realidad de la sociedad en que vivimos, no escatima esfuerzos por ayudar a un pequeño vejigo que sufre en carne propia las contradicciones de sus padres divorciados y que a tanto escuchar, hablar y aconsejar va encaminando por la ruta del bien, pasando de niño inquieto, rebelde, mal estudiante a “nieto postizo” comprometido con Simón el abuelo, cumpliendo con la disciplina y tareas escolares y hasta exigiéndole a su propia madre que cambie su comportamiento para con él.
Machin fue mi abuelo de crianza en la casa de la familia materna. Desde muy temprana edad caminaba kilómetros conmigo a cuestas, sentado en los hombros, para llevarme hasta la finca donde trabajaba eventualmente en tiempo muerto – época donde las labores en los ingenios azucareros escaseaban--. Otras, halando una soguita amarrada al velocípedo, me paseaba por el parque del pueblo. Se denominaba analfabeto por haber estudiado, según él, hasta el tercer grado, pero en la casa se recibían todos los periódicos y revistas que circulaban los cuales devoraba con la lectura. Tenía criterio, debatía y noche tras noche junto a otros amigos y colegas de labores, se sentaba en el local del gremio – sindicato de la FNTA--, para escuchar el comentario internacional de Luís Gómez Wangüemert, destacado comentarista de televisión y radio, así como director del periódico El Mundo y después debatir sobre el tema. En más de una ocasión lo acompañé y aunque me aburría y aprovechaba el tiempo para jugar y correr por el lugar, ahora, hombre hecho y derecho, agradezco muchas de sus enseñanzas y consejos.
La sociedad se envejece cada vez más. En las primeras horas de la mañana en cualquier parque de La Habana o de cualquier otra ciudad de nuestro país, vemos abuelos acompañando a los nietos rumbo a la escuela, otros practicando ejercicios para hacer más placentera esta etapa de la vida. Los hay quienes esperando la llegada de la prensa comentan de lo divino y maravilloso, lo mismo del último juego de pelota como del precio que ha alcanzado un limón o una malanga, como si se cosecharan en tierras de oro.
Cuando escucho los debates y la filosofía de estos seres, quienes ya se han graduado en la universidad de la vida, recuerdo a los míos y más aún en las estampas que nos muestra el Simón-actor.
Y también vuelvo a releer lo escrito por Mónica Sorín Zocolsky en “Padres e Hijos: ¿Amigos o adversarios?, colección juvenil de la Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1990:
“Los niños son muy sensibles al ejemplo que le brindan los adultos y perciben rápidamente las contradicciones de nuestra conducta”.
“A los niños podemos decirles miles de consejos e indicaciones; pero si ellos no nos ven practicarlos, esa incoherencia entre palabra y acción provocará trastornos en su desarrollo moral”.
“(…) es como si la ausencia de ejemplos matara la salud moral de las personas, y en particular la de los niños. Por el contrario, conocer personas ejemplares resulta como un baño de salud moral”.
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