Calor sofocante. Apenas la brisa abraza el frondoso árbol que cobija con su sombra los bancos junto a lo que fue el río Cobre. Un mar de niñas y niños rojiblancos inundan la calle al concluir la jornada estudiantil. Idiana, con sus dos años, se entretiene con su fantasía en una humilde casita de la periferia del poblado. No hay ataris ni plahstesion. Cuatro fiñes y una pelotica se enfrascan en una jugada que nada tiene que envidiarle a las competencias de categoría. En otra cuadra una plebe infantil se imagina estar en la pista más cotizada de la “Formula I”, solo que los carros de carrera son unas chivichanas construidas por los propios “pilotos”. A unos pasos, la Casa de Cultura donde cuelgan los dibujos de una exposición colectiva, los temas diversos, la imaginación infantil tuvo rienda suelta. Aunque el poblado dista más de una veintena de kilómetros de Santiago de Cuba y es rodeado por una cordillera de montañas, cuando apreciamos los rostros de estos pequeñines, encontramos esperanza, felicidad, porque son los retoños de los hijos del Cobre.
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